lunes, 21 de febrero de 2011

El Cachafaz está enfermo

Me pide el Cachafaz que les pida disculpas en su nombre por la discontinuidad en su relato.

Tuvo que someterse a una operación, y confiamos que en un par de semanas estará de nuevo con nosotros.
Mientras tanto, me pidió que les dedicara este tango.

martes, 19 de octubre de 2010

La familia Carreño (Continuaciòn de la historia de Roberto Firpo)

Debo apartarme del relato para dar a conocer una singular familia de Rio Hondo. Si bien esta es otra historia, vale la pena conocerla en detalles, ya que luego tendrá un destacado papel en la gira de don Roberto Firpo.

Formaban parte de la comunidad de Rio Hondo, aunque vivían a una cuantas leguas en un sitio de lo mas cerrado del monte. La familia estaba compuesta por Don Pantaleón, su esposa Doña Asvir, cuyo nombre también corresponde a otra historia, pero creo que esta vez a Vds, les interesará conocerla. El matrimonio tuvo 6 hijos capitaneados por el mayor, Pericles, quien luego sucedió a Don Pantaleón en todas sus andanzas. Esta singular familia vivía en medio del monte en un prolijo rancho de paredes de adobe y vigas de algarrobo, techo de paja a dos aguas y galería y un limpio y espacioso patio donde en toda clase de recipientes crecían bellas flores y en grandes jaulones toda clase de hermosos pájaros que por entonces proliferaban en la región, hasta que como me expresó mi amigo Homero Manzi llegó el gran depredador: EL HOMBRE. pero esta sí es otra historia.

Doña Asvir, señora muy respetada, ya que era la única comadrona de esa extensa zona y además gozaba de gran fama como experta curandera, muy comedida, siempre tenia el sulky atado en las puertas del rancho para salir a atender el llamado de alguna parturienta o una picadura de víbora, a cualquiera hora que fuera ella partía acompañada por el tropel de perros que tenían y una buena variedad de yuyos que ella cultivaba o recogía por sitios recónditos del monte que muy pocos conocían.

Don Pantaleón, robusto morocho de eglomerada melena, pañuelo al cuello y espesos bigotes y poderoso cuchillo en la cintura, se jactaba de su gran amistad con el comisario, con quien sabían compartir asados, y a quien le reclutaba a los paisanos, en la época de votaciones, para hacerlos votar por el candidato indicado ya con anterioridad. También se rumoreaba en voz muy queda y en círculos apartados que se dedicaba al cuatreraje, con el amparo y repartiendo las ganancias con el comisario, algo que nunca se pudo comprobar.

Fue en un mitin político en el que habló el futuro gobernador quien expresó con altisonancia que Santiago estaba destinado a ser, siempre claro está, que él siguieran en su cargo, en algo así como el siglo de Pericles. Por supuesto nadie comprendió la metáfora, creo que tampoco el orador, pero a Don Pantaleón le quedó en la mente el nombre y al poco tiempo al dar a luz Doña Asvir a su primer varoncito -estaban legalmente casados, civil e iglesia, ya que Don Ceferino, el cura párroco, largaba desde el púlpito lenguas de fuego contra quienes osaban "acollararse" sin pasar por la bendición de la iglesia yendo a sufrir los peores tormentos en lo mas fiero del infierno- y allí fueron a anotar a la criatura en el registro civil y de paso bautizarla. ¿Que nombre le vas a poner, che?, le preguntó el retacón y gordo y muy aficionado al vino tinto jefe, nombrado como tal por un primo del jefe de policia, que a su vez era gran amigo del gobernador. Y de un solo respiro y con gran seguridad Pericles, le largó don Pantaleón. ¿Pero vos estás loco, si ese nombre no existe ni está en ningún santoral? Ajá, si es el mismo que dijo en su discurso el Doctor cuando pasó por acá. El jefe, que era medio, o un poco mas analfabeto, se quedó un momento pensativo y le contestó: Bueno, si él lo dijo, no soy quién para llevarle la contra, y ahí no más quedó asentado Pericles, que seria con el andar del tiempo el que llevaría la voz de mando en cuanta correría emprendieran los hermanos Carreños que así se apellidaban.

Nos apartaremos un momento para hablar de doña Asvir, cuyo nombre a Vds. creo les habrá llamado la atención. Cuando nació esta criatura, el padre ensilló su mejor caballo, "El Tigre" y con su mejor apero marchó al pueblo a anotarla. Caía la tarde y el por entonces jefe del registro estaba sentado en un gran sillón de mimbre en la puerta del registro, y después de los saludos de rigor y enterarse de la diligencia, lo hizo pasar y tomando el libraco de los naciminetos, la lapicera, tintero y secante, preguntó el nombre de la niña. Asvir, dijo muy orgulloso sacando pecho el padre. Pero ya venís mamao, le espetó el jefe, si ese nombre no figura en ningún santoral (recordemos que en aquella época se admitían solamente los nombres de los santos que figuraban con precisión en todos los almanaques) Como que no, respondió don Hilarión -padre de la criatura- ya se lo voy a demostrar, y partió muy apurado al almacén de ramos generales a pedir un almanaque, regresando muy orgulloso con él bajo el brazo se lo puso bajo los ojos al jefe, donde debajo de la fecha, junto a la hora de salida del sol y tamaño de la luna se leía, sin mas especificaciones As. Vir. El jefe, luego de rascarse un rato la cabeza, no se rindió ante la evidencia y mandó a pedir otro al cura en el cual figuraba el mismo texto, y bien, para no tener problemas ya que Don Hilarión también gozaba de las complacencias de los mandamás de turno, la niña quedó como Asvir, ya que en el almanaque lo real era Ascensión de la Virgen. Y así quedó doña Asvir que con el tiempo gozaría del respeto y la gran valoración de muchas leguas a la redonda...

(Continuará)

martes, 21 de septiembre de 2010

Un recuerdo de Roberto Firpo

Por aquellos tiempos las orquestas solían tener épocas en que el trabajo mermaba, entonces se dedicaban a efectuar giras por las principales ciudades del interior del país. Previamente, contaban con un representante que viajaba por los lugares mas importantes, combinando fechas, horarios y tratando de que fueran lugares próximos unos de otros, para así abarcar mayor cantidad de presentaciones en el menor tiempo y ahorrar en viajes, hoteles, etc.

Esta vez fue Catamarca, Tucuman, Sgo. del Estero y sus alrededores, firmando cont4ratos en clubes, cines, hoteles de categoría y en cuanto lugar de cierta jerarquía donde pudiese interesar la actuación de la orquesta, que por otra parte era todo un acontecimiento en el lugar donde llegaba y contaba siempre con un lleno absoluto, lo que redundaba en buenas ganancias al final de cada gira, que esta vez finalizaría en Sgo. del Estero.

Pero antes había un pequeño villorrio, que estaba recién tomando cierto renombre por la fama de sus aguas termales, que se decía eran sumamente beneficiosas para el reumatismo y las afecciones de la piel, unido a un clima muy atractivo en invierno, ya que todos los días eran muy templados y sin lluvias, lo que daba lugar a que los tucumanos, eternos adversarios de los santiagueños, dijeran que para que los peces aprendieran a nadar, los santiagueños debían escupir.

Teniendo todo esto en cuenta, concurría en invierno mucha gente mayor, sobre todo adinerada, para descansar y gozar en invierno de su clima. Se había inaugurado un lujoso -para la época- hotel con apropiadas comodidades, amplias bañera y piletas donde surgían desde grandes profundidades importantes chorros de aguas muy calientes, termales, con las supuestas propiedades curativas. Era el Parque Hotel. Como para llegar a Santiago había que pasar por Río Hondo ya que no había otro camino, el representante se enteró que en el mencionado hotel los domingos por la tarde se realizaban tés danzantes que comenzaban a temprana hora, finalizando en horas de la cena, y que tenían gran éxito de concurrentes y allí se dirigió, teniendo exitosa acogida y firmando otro contrato para la actuación de la orquesta en uno de esos domingos.

(Continuará)

El Cachafaz


miércoles, 15 de septiembre de 2010

Lo acobardó la soledad

El Malevo miraba por TV el partido de la selección nacional de básquet con los españoles. De repente, de un entrevero bajo el aro argentino, sale corriendo un jugador argentino con la pelota, solo. Así llega al aro español, y sin ninguna oposición, ensaya una volcada. ¡Y yerra!
El comentarista señala: "lo acobardó la soledad".
Para el oyente común era un comentario extraño, quizás en todo caso poético.
Para el tanguero, era una cita prestigiosa, oportuna y repentista, nada menos que la del comienzo de "Como dos extraños", que nosotros, como pequeño homenaje, ofrecemos a nuestros amigos en versión de Adriana Varela.

sábado, 21 de agosto de 2010

Honrar el apellido



Esta es la conmovedora historia de Julio de Caro. Su padre, don José, era un músico clásico orgulloso de su formación cultural, pero que despreciaba la música popular. En la calle Defensa, a 20 cuadras de la Casa Rosada, instaló un conservatorio y un anexo donde se vendían instrumentos musicales y partituras.

Don José había imaginado para su hijo Julito un destino de médico y de gran concertista de guitarra. Pero el pibe, con los atorrantes del barrio y de pantalones cortos se escapó una noche al Palais de Glace a ver la orquesta de Roberto Firpo y quedó fascinado. A la madrugada, todos gritaban que toque el pibe, que toque el pibe y él también, porque un tango se llamaba así. Hasta que un amigo le dijo: ”es a vos Julito, la gente pide que toques vos.” Recién cuando apoyó el violín contra su cuello su cuerpito frágil dejó de temblar como una hoja. La música maravillosa que produjo hipnotizó a todos con su belleza.
Cuando Julito regresó de madrugada lo estaba esperando su padre que lo castigó a vivir una semana en un rincón y a pan y sopa. Julito metió violín en bolsa. Su corazón se desgarraba ante cada reto de su padre que insultaba a esos vagos que tocan esa música bastarda, esas melodías prostibularias. Pero la magia del tango ya se había metido para siempre en el corazón de Julio de Caro.
Un día, el tigre del bandoneón, Eduardo Arolas, lo invitó a tocar en su orquesta y ese fue el final. Otra madrugada el padre de Julio lo esperó detrás de la puerta y lo echó de su casa: “Usted elige mocoso, la medicina, la guitarra y el concierto o esa porquería que toca con el violín. Usted me ha traicionado, ha deshonrado mi apellido”. Y Julio se fue vencido de la casita de sus viejos. Durante 20 años le envió cartas a su madre que nunca fueron respondidas.
Después de mucho sacrificio y pasar grandes privaciones económicas, Julio empezó a triunfar en todo el mundo. Les mandaba a sus padres los recortes de los diarios que hablaban de su genialidad y nada. Ni una línea a vuelta de correo. Por eso su mirada siempre estaba triste pese a que su crecimiento profesional fue caudaloso. El presidente Marcelo T. de Alvear se declaró su admirador.
De gira por Europa una noche tocó en un palacio de Niza ante cientos de bacanes. Alguien se levantó de su mesa, elegante con su smoking tan lustroso como su cabello y dijo: “Así como me reciben a mí les pido que reciban y escuchen a Julio de Caro”. Un presentador de lujo: era Carlos Gardel. Enseguida uno de los bailarines le pidió que repitiera el tango “El Monito”. Y luego otra vez. Y otra. De Caro no podía negarse a ese pedido de Charles Chaplin.
¿Qué extraño misterio arrabalero hacia disfrutar al genio de Chaplin de esa letra que dice “Mi pebeta ya se fue/y nunca volverá/Tal vez irá rodando al cabaret/ buscando en su dolor,/ alivio de champán/olvido a mi desdén”. De Caro después tocó para el Aga Khan, para el príncipe de Gales, y fue pasión de multitudes. Se convirtió en un artista inmenso que marcó para siempre con su identidad la música de Buenos Aires. Pero sus padres seguían sin aparecer y la llaga de su corazón seguía abierta.
Paloma Efrom, Blackie, cantó en su orquesta. Edmundo Rivero también. En 1937, nadie quiso perderse el regreso triunfal de Julio de Caro al Teatro Opera.
Después de varias ovaciones, Julio se quedó un tiempo largo en el camarín esperando que se fuera el público para poder salir tranquilo. Pasaron dos horas y salió caminando por el pasillo del teatro apenas alumbrado por pequeñas lucecitas rojas. De pronto vio difusa dos figuras que se recortaban en la penumbra. Eran sus padres. Don José se acercó temblando hacia su hijo y después de 20 años le dijo, sin tutearlo: “Vengo a pedirle perdón. Usted hace una música de ángeles”. Y no pararon de llorar en un profundo abrazo. Julio de Caro en medio de un reportaje que le estaba haciendo Pinky, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: “Viste que yo no deshonre el apellido, no lo deshonré”.

Nosotros, para contribuir al recuerdo, les hacemos escuchar El Monito, por la orquesta de Julio de Caro.

martes, 17 de agosto de 2010

Ignacio Corsini - Los jazmines de San Ignacio

Seguimos recordando a nuestros primeros cantores. Hoy, a Ignacio Corsini.
Su canto tuvo esa cosa simple, de pueblo, sin la interferencia de lo asimilado en el conservatorio.
Fue, por lo tanto, un cantor criollo, sin alardes de virtuosismo, con su estilo enraizado en el payador José Betinotti, pero con un claro dejo nasal —aunque parezca una paradoja— propio del sur de Italia, de donde era precisamente originario.

Nació el 13 de febrero de 1891, y llegó a Buenos Aires con su madre en 1896. Ambos se radicaron en Almagro y, cuando el pequeño Ignacio tenía siete años, se trasladaron a la ciudad bonaerense de Carlos Tejedor. Allí se desempeñó como boyero y resero, y fue allí donde los pajaritos gauchos le enseñaron los secretos del canto.

Diez años más tarde estaba de regreso en Almagro, que era también el barrio de Betinotti, y ocurrió lo inevitable: el modelo y su admirador se conocieron. Pero Corsini no se conformó con ser un imitador, y fue avanzando hasta encontrar su propio e inconfundible estilo.

Corsini era por aquellos días un intérprete del repertorio campesino y registró en el surco valses, canciones criollas, estilos y habaneras; el tango aún no había pasado por su garganta, tal como ocurrió con Carlos Gardel.

En realidad, su éxito como cantor de tangos se inició a partir del 12 de mayo de 1922, cuando, en el sainete "El bailarín del cabaret", estrenó "Patotero sentimental" (de Manuel Jovés y Manuel Romero), que significó, asimismo, su consagración entre el público. Otra interpretación con la cual se lo identifica es "Caminito" (de Juan de Dios Filiberto y Gabino Coria Peñaloza), uno de los tangos más conocidos mundialmente, que él popularizó a partir del 5 de mayo de 1927 desde el escenario del Teatro Cómico.

Compuso también algunas obras, como los tangos "Flor marchita" (letra de Francisco Bohigas), "Fin de fiesta" (música de Carlos Geroni Flores) y entre otros, "Aquel cantor de mi pueblo" (música de Enrique Maciel) que le llevó al disco Edmundo Rivero.

Sin embargo, serían otros dos autores quienes le proporcionarían los grandes impactos que lo iban a identificar como el intérprete del cancionero de temática rosista, el poeta Héctor Pedro Blomberg y su guitarrista Enrique Maciel. La sola mención de los títulos del binomio hace surgir, inmediatamente, el nombre de Ignacio Corsini: "La pulpera de Santa Lucía", "La canción de Amalia", "La mazorquera de Montserrat", "China de la Mazorca", "La guitarrera de San Nicolás", "Los jazmines de San Ignacio" y varios más. A ellos habría que sumar, en diferente temática, "La que murió en París", "Barrio viejo del 80", "El adiós de Gabino Ezeiza" o "La viajera perdida".

Después de las dulzuras del éxito, Corsini sintió el amargor de sus últimos años, tras la pérdida de su esposa, circunstancia que lo llevó a cantar por última vez el 28 de mayo de 1949, en la audición "Argentinidad", de Radio Belgrano.

En 1961, reapareció públicamente, ante las cámaras de Canal 7, en el programa "Volver a vivir". Y el 26 de julio de 1967, cerraba sus ojos para siempre.

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