sábado, 21 de agosto de 2010

Honrar el apellido



Esta es la conmovedora historia de Julio de Caro. Su padre, don José, era un músico clásico orgulloso de su formación cultural, pero que despreciaba la música popular. En la calle Defensa, a 20 cuadras de la Casa Rosada, instaló un conservatorio y un anexo donde se vendían instrumentos musicales y partituras.

Don José había imaginado para su hijo Julito un destino de médico y de gran concertista de guitarra. Pero el pibe, con los atorrantes del barrio y de pantalones cortos se escapó una noche al Palais de Glace a ver la orquesta de Roberto Firpo y quedó fascinado. A la madrugada, todos gritaban que toque el pibe, que toque el pibe y él también, porque un tango se llamaba así. Hasta que un amigo le dijo: ”es a vos Julito, la gente pide que toques vos.” Recién cuando apoyó el violín contra su cuello su cuerpito frágil dejó de temblar como una hoja. La música maravillosa que produjo hipnotizó a todos con su belleza.
Cuando Julito regresó de madrugada lo estaba esperando su padre que lo castigó a vivir una semana en un rincón y a pan y sopa. Julito metió violín en bolsa. Su corazón se desgarraba ante cada reto de su padre que insultaba a esos vagos que tocan esa música bastarda, esas melodías prostibularias. Pero la magia del tango ya se había metido para siempre en el corazón de Julio de Caro.
Un día, el tigre del bandoneón, Eduardo Arolas, lo invitó a tocar en su orquesta y ese fue el final. Otra madrugada el padre de Julio lo esperó detrás de la puerta y lo echó de su casa: “Usted elige mocoso, la medicina, la guitarra y el concierto o esa porquería que toca con el violín. Usted me ha traicionado, ha deshonrado mi apellido”. Y Julio se fue vencido de la casita de sus viejos. Durante 20 años le envió cartas a su madre que nunca fueron respondidas.
Después de mucho sacrificio y pasar grandes privaciones económicas, Julio empezó a triunfar en todo el mundo. Les mandaba a sus padres los recortes de los diarios que hablaban de su genialidad y nada. Ni una línea a vuelta de correo. Por eso su mirada siempre estaba triste pese a que su crecimiento profesional fue caudaloso. El presidente Marcelo T. de Alvear se declaró su admirador.
De gira por Europa una noche tocó en un palacio de Niza ante cientos de bacanes. Alguien se levantó de su mesa, elegante con su smoking tan lustroso como su cabello y dijo: “Así como me reciben a mí les pido que reciban y escuchen a Julio de Caro”. Un presentador de lujo: era Carlos Gardel. Enseguida uno de los bailarines le pidió que repitiera el tango “El Monito”. Y luego otra vez. Y otra. De Caro no podía negarse a ese pedido de Charles Chaplin.
¿Qué extraño misterio arrabalero hacia disfrutar al genio de Chaplin de esa letra que dice “Mi pebeta ya se fue/y nunca volverá/Tal vez irá rodando al cabaret/ buscando en su dolor,/ alivio de champán/olvido a mi desdén”. De Caro después tocó para el Aga Khan, para el príncipe de Gales, y fue pasión de multitudes. Se convirtió en un artista inmenso que marcó para siempre con su identidad la música de Buenos Aires. Pero sus padres seguían sin aparecer y la llaga de su corazón seguía abierta.
Paloma Efrom, Blackie, cantó en su orquesta. Edmundo Rivero también. En 1937, nadie quiso perderse el regreso triunfal de Julio de Caro al Teatro Opera.
Después de varias ovaciones, Julio se quedó un tiempo largo en el camarín esperando que se fuera el público para poder salir tranquilo. Pasaron dos horas y salió caminando por el pasillo del teatro apenas alumbrado por pequeñas lucecitas rojas. De pronto vio difusa dos figuras que se recortaban en la penumbra. Eran sus padres. Don José se acercó temblando hacia su hijo y después de 20 años le dijo, sin tutearlo: “Vengo a pedirle perdón. Usted hace una música de ángeles”. Y no pararon de llorar en un profundo abrazo. Julio de Caro en medio de un reportaje que le estaba haciendo Pinky, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: “Viste que yo no deshonre el apellido, no lo deshonré”.

Nosotros, para contribuir al recuerdo, les hacemos escuchar El Monito, por la orquesta de Julio de Caro.

martes, 17 de agosto de 2010

Ignacio Corsini - Los jazmines de San Ignacio

Seguimos recordando a nuestros primeros cantores. Hoy, a Ignacio Corsini.
Su canto tuvo esa cosa simple, de pueblo, sin la interferencia de lo asimilado en el conservatorio.
Fue, por lo tanto, un cantor criollo, sin alardes de virtuosismo, con su estilo enraizado en el payador José Betinotti, pero con un claro dejo nasal —aunque parezca una paradoja— propio del sur de Italia, de donde era precisamente originario.

Nació el 13 de febrero de 1891, y llegó a Buenos Aires con su madre en 1896. Ambos se radicaron en Almagro y, cuando el pequeño Ignacio tenía siete años, se trasladaron a la ciudad bonaerense de Carlos Tejedor. Allí se desempeñó como boyero y resero, y fue allí donde los pajaritos gauchos le enseñaron los secretos del canto.

Diez años más tarde estaba de regreso en Almagro, que era también el barrio de Betinotti, y ocurrió lo inevitable: el modelo y su admirador se conocieron. Pero Corsini no se conformó con ser un imitador, y fue avanzando hasta encontrar su propio e inconfundible estilo.

Corsini era por aquellos días un intérprete del repertorio campesino y registró en el surco valses, canciones criollas, estilos y habaneras; el tango aún no había pasado por su garganta, tal como ocurrió con Carlos Gardel.

En realidad, su éxito como cantor de tangos se inició a partir del 12 de mayo de 1922, cuando, en el sainete "El bailarín del cabaret", estrenó "Patotero sentimental" (de Manuel Jovés y Manuel Romero), que significó, asimismo, su consagración entre el público. Otra interpretación con la cual se lo identifica es "Caminito" (de Juan de Dios Filiberto y Gabino Coria Peñaloza), uno de los tangos más conocidos mundialmente, que él popularizó a partir del 5 de mayo de 1927 desde el escenario del Teatro Cómico.

Compuso también algunas obras, como los tangos "Flor marchita" (letra de Francisco Bohigas), "Fin de fiesta" (música de Carlos Geroni Flores) y entre otros, "Aquel cantor de mi pueblo" (música de Enrique Maciel) que le llevó al disco Edmundo Rivero.

Sin embargo, serían otros dos autores quienes le proporcionarían los grandes impactos que lo iban a identificar como el intérprete del cancionero de temática rosista, el poeta Héctor Pedro Blomberg y su guitarrista Enrique Maciel. La sola mención de los títulos del binomio hace surgir, inmediatamente, el nombre de Ignacio Corsini: "La pulpera de Santa Lucía", "La canción de Amalia", "La mazorquera de Montserrat", "China de la Mazorca", "La guitarrera de San Nicolás", "Los jazmines de San Ignacio" y varios más. A ellos habría que sumar, en diferente temática, "La que murió en París", "Barrio viejo del 80", "El adiós de Gabino Ezeiza" o "La viajera perdida".

Después de las dulzuras del éxito, Corsini sintió el amargor de sus últimos años, tras la pérdida de su esposa, circunstancia que lo llevó a cantar por última vez el 28 de mayo de 1949, en la audición "Argentinidad", de Radio Belgrano.

En 1961, reapareció públicamente, ante las cámaras de Canal 7, en el programa "Volver a vivir". Y el 26 de julio de 1967, cerraba sus ojos para siempre.

miércoles, 11 de agosto de 2010

La partida de caza (final)

El dia siguiente transcurrió sin alternativas de interés; volvieron los cazadores con otra buena carga de aves, que esta vez obsequiaron a los dueños de casa , como se estila en todos los casos, ya que la caza es puramente deportiva. Pero mi viejo cualquier día se iba a perder la oportunidad volviendo con las manos vacías. Ya habia tomado la precaución de llevarse varios enormes frascos de vidrio, que llenó hasta el tope del exquisito escabeche, .

Se fue haciendo la hora de partir; quedamos todos listos esperando la llegada del tren, entre abrazos, agradecimientos por ambas partes, y sonoros besos y promesas de prontas nuevas visitas, que nunca se cumplieron. Yo le pedí especialmente a una de las niñas, de la que ya estaba locamente enamorado, que no dejaramos de vernos, más todo finalmente quedó en la nada.

Finalmente, como todas las cosas, el tren llegó pitando a todo vapor y llenandonos de humo; una vez acomodados, el jefe pulcramente uniformado hizo sonar la campana, y allá partimos. Fuimos directamente al coche comedor -cena por gentileza de la empresa-, que estaba totalmente lleno, dado la cantidad de personas, todos cazadores, que también regresaban de distintos lugares. Por suerte, ya que habían habilitado dos turnos, pudimos sentarnos y cenar muy ceremoniosamente, dado que los pasajeros daban la sensación de ser toda gente adinerada. Nuestro padre se saludó con varios ejecutivos venidos de Inglaterra, en tanto el pariente platudo se reunía con otros amigotes de su misma laya. Todo el mundo comentaba en alta voz las peripecias vividas. Teminada la cena, y dado que en su mayoría eran hombres, nos dirigimos a nuestro camarote, mientras comenzaba a circular el whisky, y ya todos eran amigos comentando las presas obtenidas, la cantidad de cartuchos, y la calidad de los perros. Allí, mi padre, que hasta ahí habia permanecido callado, pidió silencio y comentó la aventura vivida por Carlitos, regresando sin ninguna presa y con el perro en brazos llenas las patas de abrojos, lo que desató la hilaridad general, con grandes é interminables carcajadas, que cada vez iban subiendo de tono y culminó con la llegada del inspector, que ya se había ido a acostar y vino a ver a que se debía tanto bullicio. Enterado de lo sucedido, él también participó de la jarana, ante el total bochorno de mi tío Carlitos, quien muy indignado y puteando por lo bajo se retiró a su camarote, perseguido por las risotadas de todos los presentes...

Finalmente a la siguiente mañana regresamos a Once, donde todos cambiaban direcciones para ponerse de acuerdo en repetir la casería, cosa que por supuesto tampoco nunca se concretó.

El pariente lejano y su amigo se alejaron con sus perros para ubicarlos en unos carros que esperaban preparados para ese efecto. Nosotros nos dirigimos a la confitería La Perla, situada también frente a la plaza, para desayunar.

Allí mi padre hizo preparar una bandeja de masas para la abuela Victoria, su suegra y madre de la mía y de Margarita y Carlitos, a quienes muy gentilmente invitó a que abonaran. Mi tío, todavía amoscado por el tropiezo ocurrido, se negó rotundamente, Y Margarita alegó que si el hermano no pagaba su parte ella tampoco lo haría, teniendo mi padre que sacar la billetera, -cosa que muy pocas veces lo vi hacer- y abonar todo el gasto y dirigirnos a nuestra casa donde... pero esa es ya otra historia que quizá cuente en otra oportunidad...

El Cachafaz

martes, 10 de agosto de 2010

La partida de caza (continuación)

Mientras esperábamos la llegada de los restantes cazadores, las hijas del jefe, con las cuales, como todos los niños, ya habíamos trabado amistad, me llevaron a recorrer los alrededores. En primer lugar la estación. Dormido en un sillón, el ayudante del jefe -único empleado ocupado de cotejar a la maestra-, la juventud venia a dar la vuelta del perro, niñas por un lado y jóvenes por otro, y por veces, muy serios, tomados del brazo, alguna pareja de novios. Frente a la plaza, la iglesia, y en la esquina, el almacén de ramos generales.

En la otra vereda el local de la sociedad "Unione é benebolanza" lugar de reuniones sociales y para tratar todos los temas atinentes al campo, en una de las reuniones se trató embellecer el lugar haciendo un pequeño lago, y alguien propuso comprar también un par de góndolas y allí saltó un gringo: mejor traigamos una yunta así tendremos gondolitos... Esto me lo contaron a las risotadas las dos chicas. Luego estaba la escuela, donde concurrían en sulky los chicos de los campos de alrededores Completaban el "pueblo" una docena de viviendas desperdigadas por los alrededores, ya que el resto de la gente vivía directamente en sus campos.

Así completamos la tarde, mientras en el fogón de la gran cocina al estilo de aquellos tiempos, estaban calentado agua para el pelado de las perdices y luego prepararlas en escabeche ya que decían que de esa manera eran exquisitas, verdad que tuvimos oportunidad de comprobar. En fila india llegaban los cazadores muy alegres, ya que traían los bolsones repletos de aves. Uno de los primeros en llegar fue el pariente lejano y ricachón, quien apenas enterado de lo sucedido a su perro armó tremendo escándalo, puteando a Carlitos sin cesar, calmándose cuado vio que el daño era mínimo. Cuando arribaron todos, comenzó el pelado y la cocción de las perdices, previa limpieza de las vísceras, y luego la preparación del famoso escabeche. Terminado el trabajo se trasladó todo el mundo al comedor para proceder a inaugurar la flamante radio (que de flamante no tenía nada).

En primer lugar estaba el jefe, que era por su cargo una de las autoridades del pueblo, luego se había invitado al cura párroco, a la maestra-directora-portera, ya que era el único personal de la escuela, y al dueño del almacén, no al presidente de la Unione, ya parece que a raíz de una discusión mantenida en una reunión, las relaciones habían quedado medio tirantes. De la primera ejecución no se pudo escuchar nada más que ruidos e interferencias.

Después de hurgar mi padre en el equipo se logró aunque con turbulencias, a Filiberto interpretando su tango Botines viejos, luego un vals cuyo nombre no recuerdo y finalmente se cerró la función con la Ñata gaucha acompañada por sus guitarristas Pagés, Pessoa y Maciel, quien cantó, de su autoría Canción de Buenos Aires, lo que fue festejado largamente por la concurrencia. Se cerró la reunión con una vuelta de anís 8 Hermanos, gentilmente ofrecido por la dueña de casa, y se pasó a la gran cocina comedor a degustar un lechoncito y un par de corderos al asador que con gran maestría había preparado el ayudante del jefe. Luego circularon los dulces, y todos pipones nos fuimos a dormir en lugares que ya nos habían destinado, para que al día siguiente se repitiera la cacería con toda la ceremonia, ya que había que estar temprano de vuelta para tomar el tren de regreso al anochecer.

El cachafaz

domingo, 8 de agosto de 2010

La partida de caza (continuación)

Seguimos con nuestro relato, que no terminará aqui, pero voy adelantando algo. Armada la cacería, se formó el grupo que estaba integrado por supuesto por mi padre en la linea, el pariente platudo y lejano, un amigo de éste con más plata todavía, quienes aportaban las escopetas y los perros, mi tío Carlitos, gran compinche de mi padre y que se prendía en todos los eventos donde hubiera joda (aunque en su vida había tenido en sus manos un arma), y de acompañantes mi madre, yo, y la infaltable tía Margarita

Esto era posible porque a mi padre el ferrocarril le daba gratuitamente 2 pases anuales para viajar al lugar que eligiera, dentro del recorrido de la línea. Tal pase era con un camarote con camas para la familia, además de un asiento en 1a. clase para la mucama.

Los hombres ya tenían destinadas sus comodidades, mi mamá y yo muy cómodos y la tía en su asiento, hasta que pasaba el inspector, que siempre lo hacia a poco de comenzar el viaje. Entonces Margarita se levantaba y sigilosamente se dirigía a nuestro camarote, donde compartía la noche conmigo. Yo entonces tendría unos 7 años. Mi padre sabiendo las incomodidades que iba a ocasionar, pensó en dar el gran golpe de efecto, regalando una radio, que practicamente eran desconocidas por aquellos lugares, ya que se habia hecho aleccionar, por otros conocidos que trabajaban en la zona.

Llevábamos además dos pavos que mi padre había conseguido -gratuitamente por supuesto dado sus cargos-, de la conocida rotisería Podestá (ya inexistente) que estaba frente a la plaza Once en la calle Rivadavia. Por su parte el pariente lejano y platudo y su amigo traían gran bandeja de masas y un portentoso postre adquiridos en la prestigiosa Confiteria El Molino frente al Congreso.

Debo aclarar que los pases gratis generalmente se destinaban a viajar a las aguas termales de Carhué, donde el F. C. Oeste también tenía una gran colonia de vacaciones -gratuita por supuesto-. Y adonde solíamos concurrir todos los años, pero esa ya es otra historia.

Una vez todo el mundo en sus respectivos lugares -los perros iban en unos vagones especiales, ya que eran muchos los pasajeros que practicaban la caza- partimos.

Un hermoso viaje, llegando a La Zanja cerca de la madrugada, donde fuimos recibidos con grandes muestras de afecto por el jefe, su esposa y dos hijas aproximadamente de mi edad. Luego de terminados los saludos de rigor, se procedió a acomodar a la jauría de perros, alimentarlos y acomodarlos en un galpón de la estación, los cazadores se aprestarom a acondiciomar las escopetas, explicándoles con lujo de detalles a los neófitos su funcionamiento. Mi padre le explicaba el manejo de la radio al jefe, aparato que había sido la sensación de la noche, tanto es así, que se esperaba con gran expectativa una audición, en la que intervendrían, patrocinados por los perfumes Coty, la orquesta característica de Edmundo Carabelli, la gran orquesta típica del maestro Juan de Dios Filiberto y como figura central la cancionista Azucena Maizani -la ñata gaucha como se la nombraba habitualmente-.

Y llegó por fin la ansiada hora de partir de caza. El jefe iría delante, indicando los lugares más propicios, luego los perros. Estos animales estaban adiestrados para levantar la perdiz, o sea cuando olfateaban entre los pastos a uno de estos animalitos, detenían su andar, levantaban la cola y se dirigían hacia la perdiz, la que viendo el peligro, levantaba vuelo y ése era el momento para que el cazador apuntara y disparara su arma. Generalmente, como los cartuchos estaban llenos de perdigones, alguno daba en el blanco; la misión del perro era tomar al ave en su boca y muy delicadamente traérsela al cazador, quien la guardaba jubiloso en su morral.

Los cazadores se fueron dispersando; se oían disparos por doquier. El único que andaba medio extraviado y sin disparar un tiro era mi tío Carlitos quien, después lo supimos, se metiò en un pastizal, justo cuando el perro le señalaba una perdiz. Carlitos, apurado para no perder la presa, se enredó con la escopeta y disparó apurado, dándole al perro en una oreja. Mi tío corrió para auxiliar al perro, y este animal, aullando como loco, se metiò en un abrojal, llenándose las patas de abrojos y aullando aún mas, ya que no podía dar un paso.

Así fue que nosotros, que estábamos jugando en la estación, quedamos sorprendidos al ver llegar al primer cazador, corriendo y con el perro en brazos. Afortunadamente, después de sacarle los abrojos, la señora del jefe, que había sido enfermera en su juventud, comprobó que el pobre perro apenas había perdido un pedazo muy pequeño de piel. Una vez curando y luego de ponerle una pequeña venda lo acostó cerca de una estufa, donde al poco rato el animal dejó de aullar y se quedó dormido.

Continúa.

El Cachafaz

viernes, 6 de agosto de 2010

BREVE HISTORIA DE LA RADIODIFUSIÓN.

La primera trasmisión de radio en nuestro país fue por l920, y según dicen, la primera que se efectuó mundialmente. La realizó el Dr. Enrique Susini con un grupo de amigos, todos muy aficionados a este nuevo invento que se llamaba radio a galena, ya que su principal elemento eran 2 cristales de un mineral -galena- y la construcción del aparato era bastante elemental, lógicamente para los entendidos en el tema. Este grupo, unas tres o cuatro personas, fabricaron unos 30 aparatos que distribuyeron entre sus íntimos, y se dispusieron a efectuar la trasmisión. Debo aclarar que cada aparato podía ser escuchado por una sola persona, porque disponía solamente de un par de auriculares.

La trasmisión ocurrió desde la azota del teatro Liceo, y fue la ópera Parsifal directamente desde el teatro Colón, ignoro como se realizaba la cuestión.

Lo que recuerdo es que al grupo encabezado por el Dr. Susini les quedó el mote de los locos de la azotea.

La radio a galena fue una revolución. Todo el mundo quería tenerla. Al principio, como todas las cosas, fue posible para las clases acomodadas, pero luego, dado lo fácil de su construcción, pudo ser adquirida por todo el mundo.

La dificultad dado que poseia un solo par de auriculares, es que sólo una persona solamente podía darse el gusto de escucharla.

Así fue que alguien con ingenio, no recuerdo su nombre, sí que pasaron cerca de 10 años para que ocurriera, desarrolló las radios a válvula. Eran unos tremendos armatostes con dos parlantes a los costados. Dado su formato, las apodaron radios capillas. Y junto a ellas, también aparecieron los avisados comerciantes que viendo las posibilidades que ofrecía, crearon emisoras de radio, pomposamente llamadas broadcasting.

Así surgieron Radio Belgrano -la más popular-, El Mundo, de mayor jerarquìa. Splendid, Stentor y otras que sería tedioso nombrar. Empezaron a hacerse populares ciertos programas. Recuerdo que se habían puesto de moda las telenovelas, sobre todo una que tuvo gran trascendencia, Chispazos de tradición. Sucedía todo en una estancia, con romances, crímenes, gauchos a granel, policías corruptos (¿ya en esa época?). Se trasmitía al atardecer y reunía en el comedor de cada casa, lugar donde por su tamaño estaba instalada la radio, a toda la familia, que seguía cada capitulo con pasión, generándose discusiones y peleas por querer adivinar el destino de los actores, y ríanse: la novela estaba escrita por un buen español llamado González Pulido, y así perduró largo tiempo ésa moda, hasta que vinieron otras nuevas.

¿Quiénes recuerdan los patines, las lanchitas po-po, el manomóvil, las primeras bicicletas, el yo-yo, ¡el yo-yo! ¿qué niño y no tan niño, no tuvo uno? pero éstas son otras historias que fueron declinando y surgió una nueva moda: La caza de la perdiz.

Al comienzo la practicaban las clases mas pudientes, por el costo de sus elementos: escopetas, perros amaestrados, y vestimenta a la moda, botas, amplias bombachas, chaquetas de cuero con grandes bolsillos y morrales, y al campo, a voltear perdices.

Para aquellos que no las conocen les diré que eran unas pequeñas aves del tamaño de una paloma. Había una raza de mayor tamaño, llamadas "copetonas", que tenían un vuelo muy cortito y vivían entre los pastos, preferentemente en los campos de alfalfa, alimentándose de los brotes de la misma y los pequeños insectos que pululaban por el suelo.

Lógicamente, había que seguir la moda, y recuerdo que mi padre, que siempre quería estar en la ola de la moda, consiguió organizar por medio de un jefe de estación de un caserío llamado La Zanja (sí señor, así se llamaba) la autorización para ir a cazar a los campos de un estanciero amigo, porque no era cuestión de andar a los escopetazos por cualquier lugar, y logró entusiasmar a un pariente lejano platudo y que por cierto como es lógico, no nos daba mucha bola, que practicaba también esta moda de la caza de la perdiz. Así fue que se conformó la expedición, pero como esto va para largo, prometo seguir mañana.

El cachafaz

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