domingo, 8 de agosto de 2010

La partida de caza (continuación)

Seguimos con nuestro relato, que no terminará aqui, pero voy adelantando algo. Armada la cacería, se formó el grupo que estaba integrado por supuesto por mi padre en la linea, el pariente platudo y lejano, un amigo de éste con más plata todavía, quienes aportaban las escopetas y los perros, mi tío Carlitos, gran compinche de mi padre y que se prendía en todos los eventos donde hubiera joda (aunque en su vida había tenido en sus manos un arma), y de acompañantes mi madre, yo, y la infaltable tía Margarita

Esto era posible porque a mi padre el ferrocarril le daba gratuitamente 2 pases anuales para viajar al lugar que eligiera, dentro del recorrido de la línea. Tal pase era con un camarote con camas para la familia, además de un asiento en 1a. clase para la mucama.

Los hombres ya tenían destinadas sus comodidades, mi mamá y yo muy cómodos y la tía en su asiento, hasta que pasaba el inspector, que siempre lo hacia a poco de comenzar el viaje. Entonces Margarita se levantaba y sigilosamente se dirigía a nuestro camarote, donde compartía la noche conmigo. Yo entonces tendría unos 7 años. Mi padre sabiendo las incomodidades que iba a ocasionar, pensó en dar el gran golpe de efecto, regalando una radio, que practicamente eran desconocidas por aquellos lugares, ya que se habia hecho aleccionar, por otros conocidos que trabajaban en la zona.

Llevábamos además dos pavos que mi padre había conseguido -gratuitamente por supuesto dado sus cargos-, de la conocida rotisería Podestá (ya inexistente) que estaba frente a la plaza Once en la calle Rivadavia. Por su parte el pariente lejano y platudo y su amigo traían gran bandeja de masas y un portentoso postre adquiridos en la prestigiosa Confiteria El Molino frente al Congreso.

Debo aclarar que los pases gratis generalmente se destinaban a viajar a las aguas termales de Carhué, donde el F. C. Oeste también tenía una gran colonia de vacaciones -gratuita por supuesto-. Y adonde solíamos concurrir todos los años, pero esa ya es otra historia.

Una vez todo el mundo en sus respectivos lugares -los perros iban en unos vagones especiales, ya que eran muchos los pasajeros que practicaban la caza- partimos.

Un hermoso viaje, llegando a La Zanja cerca de la madrugada, donde fuimos recibidos con grandes muestras de afecto por el jefe, su esposa y dos hijas aproximadamente de mi edad. Luego de terminados los saludos de rigor, se procedió a acomodar a la jauría de perros, alimentarlos y acomodarlos en un galpón de la estación, los cazadores se aprestarom a acondiciomar las escopetas, explicándoles con lujo de detalles a los neófitos su funcionamiento. Mi padre le explicaba el manejo de la radio al jefe, aparato que había sido la sensación de la noche, tanto es así, que se esperaba con gran expectativa una audición, en la que intervendrían, patrocinados por los perfumes Coty, la orquesta característica de Edmundo Carabelli, la gran orquesta típica del maestro Juan de Dios Filiberto y como figura central la cancionista Azucena Maizani -la ñata gaucha como se la nombraba habitualmente-.

Y llegó por fin la ansiada hora de partir de caza. El jefe iría delante, indicando los lugares más propicios, luego los perros. Estos animales estaban adiestrados para levantar la perdiz, o sea cuando olfateaban entre los pastos a uno de estos animalitos, detenían su andar, levantaban la cola y se dirigían hacia la perdiz, la que viendo el peligro, levantaba vuelo y ése era el momento para que el cazador apuntara y disparara su arma. Generalmente, como los cartuchos estaban llenos de perdigones, alguno daba en el blanco; la misión del perro era tomar al ave en su boca y muy delicadamente traérsela al cazador, quien la guardaba jubiloso en su morral.

Los cazadores se fueron dispersando; se oían disparos por doquier. El único que andaba medio extraviado y sin disparar un tiro era mi tío Carlitos quien, después lo supimos, se metiò en un pastizal, justo cuando el perro le señalaba una perdiz. Carlitos, apurado para no perder la presa, se enredó con la escopeta y disparó apurado, dándole al perro en una oreja. Mi tío corrió para auxiliar al perro, y este animal, aullando como loco, se metiò en un abrojal, llenándose las patas de abrojos y aullando aún mas, ya que no podía dar un paso.

Así fue que nosotros, que estábamos jugando en la estación, quedamos sorprendidos al ver llegar al primer cazador, corriendo y con el perro en brazos. Afortunadamente, después de sacarle los abrojos, la señora del jefe, que había sido enfermera en su juventud, comprobó que el pobre perro apenas había perdido un pedazo muy pequeño de piel. Una vez curando y luego de ponerle una pequeña venda lo acostó cerca de una estufa, donde al poco rato el animal dejó de aullar y se quedó dormido.

Continúa.

El Cachafaz

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